Recientemente he realizado una encuesta informal -individual- con una población de cincuenta personas de diversas ocupaciones laborales, de distintas edades y sexo. La misma no tenía rigor científico ni método sociológico, pero resultó lo suficientemente reveladora para dar sustento a esta nota sobre un tema en particular.
He preguntado sobre algunos aspectos de la vida, los que podría englobar en experiencias, anhelos, proyectos y valores. Entre ellos hubo uno que se “destacó” de tal manera que resultó ser el causante de estas líneas, la ENVIDIA.
¿Por qué se destacó?. Había dos preguntas sobre ese tema: 1) ¿Usted se considera una persona envidiosa?. 2) ¿Usted considera que hay gente envidiosa?. A la primera, todos respondieron que no, haciendo algunos entrevistados una salvedad diciendo que existían “injusticias en la vida” en las que tenían éxitos personas sin merecerlo y ponían especial énfasis en la falta de ética para lograr el éxito, lo cual les causaba bronca y por ende sensación de injusticia. A la segunda, con total certeza y sin ninguna salvedad argumental, todos respondieron que si y que es muchísima la gente envidiosa.
Es decir, podemos arribar a un interrogante como conclusión de dos premisas: 1) las personas no se conciben como envidiosas. 2) pero a la vez entienden que hay muchas personas envidiosas. Entonces, dónde están los envidiosos.
Ante este escenario tan llamativo, entendí que sería interesante poner en la mesa la temática del sentimiento de la envidia. Para ello voy a partir del origen del vocablo envidia. En latín, deriva de “in-video” o “invidere”. In es dentro o hacia dentro y video o videre es ver; quiere decir “miro dentro del otro”. Está asociado al “mal de ojo”, al “mirar mal”.
Los griegos, la divinizaron representándola con una cabeza femenina llena de culebras, ojos feos y hundidos, figura flaca, con serpientes en las manos y otra que rodeaba el seno.
Los romanos, la concebían como una diosa e hija de la noche. La comparaban con la anguila puesto que creían que era un pez que envidiaba a los delfines.
El catolicismo con el papa San Gregorio Magno (siglo VI yVII), la incluyó como uno de los siete pecados capitales.
Dante Alighieri, en el poema El Purgatorio la define como “el amor por los propios bienes pervertido al deseo de privar a otros de los suyos”. El castigo era cerrar los ojos al envidioso y coserlos, porque habían recibido placer al ver al otro caer.
El filósofo Kant la involucraba como parte de una pasión más amplia: el odio al prójimo.
El Diccionario de la Real Academia Española, en su 1ª acepción dice “tristeza o pesar del bien ajeno”. En la 2ª expresa “emulación, deseo de algo que no se posee”. Por mi parte disiento respecto a que emulación sea un término asimilable a la envidia; el mismo diccionario la define como una acción y efecto de emular, o sea “imitar las acciones de otro generalmente en sentido favorable”. O sea, la contradicción surge de la R.A.E.
De este breve análisis histórico y lingüístico, podemos colegir que la envidia es un no-valor. Es un sentimiento malo.
En psicología, entre sus distintas corrientes, en general se la entiende como un sentimiento enojoso contra otra persona que emocionalmente nos desestabiliza. Refieren que es un impulso destructivo que opera desde el comienzo de la vida. En este sentido tengo una tendencia a enrolarme intelectualmente ya que interpreto a la envidia como una reacción natural del ser humano.
Este no-valor se alimenta con agravantes cuando las personas conllevan ese sentimiento con una obsesión de estar pendiente del otro (envidiado), convirtiéndolo en un sentimiento insaciable.
La envidia proviene desde el interior del individuo, siempre encontrará “otro” en quien focalizarse. El centro de la envidia siempre es el “otro”. Es apetecer algo que tiene el otro. Ese deseo de “comer” en el “otro” surge por una carencia que tiene el envidioso. Dicha carencia produce una insalvable amargura, causando infelicidad y dolor al que la experimenta.
La envidia es la madre del resentimiento. Aquí el sujeto no quiere mejorar de situación, sino que desea que al otro le vaya peor.
Juzgo a este no-valor como un signo grave de inferioridad, al que se trata de negar tanto hacia uno mismo como hacia terceros en razón de que asumirlo supone la aceptación de una carencia.
Ahora bien, si seguimos concluyendo que la envidia no es buena, cabe cuestionarse: ¿puede existir la envidia sana?, ¿podemos desear sin que se genere un sentimiento negativo hacia el otro?.
A mi entender, la envidia sana es una contradicción en términos. Opino así puesto que si es disvaliosa mal se la puede calificar como sana. Lo sano nunca es malo, lo sano es bueno. Si la envidia es mala, no es buena; por lo tanto no es sana. Un simple silogismo, con premisas correctamente aplicadas, conducen a ese resultado.
Se podrá fundamentar a favor de la envidia sana esgrimiendo “me alegra que el otro lo consiga y alguna vez yo también lo puedo
conseguir”. Esto no es envidia sana, es emulación. Sirve como un disparador que puede producir un mecanismo de motivación para que alguien mejore su estado de vida con esfuerzo y dedicación, superándose en base a una acción ajena.
Alegar “me alegra” implica una congratulación “con y por algo” que otra persona tiene. En este terreno pienso que no se puede sentir alegría y al mismo tiempo envidia. La alegría (sana) y la envidia (mala) no van de la mano, van contramano. Ergo, la envidia sana no se resiste a si misma. Si sentimos alegría por algo que tiene otro deberíamos manifestar que tenemos admiración por el otro, no envidia sana. Mi parecer es que no estamos identificando las emociones como corresponde.
Muy probablemente cuando decimos “envidia sana” estamos calmando nuestro defecto, nuestra carencia.
El vacío que aflora en el envidioso por el éxito del otro, nace sin que este le haya ocasionado daño alguno. Nada le ha hecho el envidiado, solo ha tenido éxito en el campo que aquel fracasa o quiere triunfar.
El individuo envidioso sufre un estancamiento de tal magnitud que le impide progresar, ello así en virtud de que paraliza su accionar por detenerse en “mal mirar al otro”.
A fin de encontrar elementos que nos auxilien para superar este sentimiento malo “per se”, considero que deberíamos comenzar por ir hallando aquellos sentimientos que signifiquen lo contrario a la envidia. En este camino el punto de partida reside en la mente del envidioso. Para iniciar adecuadamente el derrotero se impone hacer un buen trabajo de introspección, honesto, sensato.
El envidioso, al ejercitar el auto-análisis, sin falsa autoestima, aceptará su carencia. Podrá comprender que los seres humanos somos diferentes y desiguales por naturaleza. En esa aceptación prestará conformidad con lo que el otro tiene o logra, así podrá emprender la ruta de la emulación o simplemente le puede resultar indiferente lo que posee o conquista el otro. Con este manejo aprenderá a consolidar la autoestima, sin perder de vista sus virtudes y fortalezas.
Los individuos debemos descubrir el proyecto personal, cultivándolo con firmeza, sin sentimiento de inferioridad. En ese sendero, el envidioso no deformará su visión, irá construyendo o explorando sus talentos para que las zonas de éxitos o logros se multipliquen en su vida.
La deducción de la encuesta me conduce a una conclusión con signos de pregunta: ¿Somos todos envidiosos o solo una gran mayoría padece esta inconfesable pasión?
Fundación Libremente
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